¿Quién se robó la tiendita de la esquina?

“Hace falta un kilo de huevo”, así gritaba mi progenitora, y eran las palabras justas que ordenaban que acá su servidor, se apersonara de manera inmediata en el área gastronómica de la casa, para recibir la encomienda de ir “rapidito”, por los huevos.

La segunda orden consistía en buscar afanosamente el méndigo monedero “ Tamagochi” que tenía mi mamá, y tomar de ahí “sólo lo del huevo”, e ir a la tienda de la esquina en busca de los blanquillos.

Yo tomaba, de manera veloz, mi bici Vagabundo y partía como nuevo avión presidencial, a la tiendita.

Llegar a ese lugar era penetrar al verdadero mundo de la convivencia vecinal. Ahí se juntaban todos los aromas, todas las querencias, todas las fortunas y todas las voces.

La Miscelánea  “Lupita” siempre estaba abarrotada por vecinas que iban por un “litrito de aceite” y se quedaban horas comentando la noticia local del día; la que podía ser desde las mañas de fulano, el perro que nunca dejaba dormir de mengano y los cuernos que zutano le pintaba con arte pletórico a su vieja.

Ahí llegaba yo, estacionaba mi bicla, obligatoriamente saludaba – costumbre que ya casi nadie conoce- y hacía mi huevuna solicitud.

Doña Lupita me conocía como “El Chorejas”. Después de atender mi solicitud, me aventaba un rosario sobre el cuidado del paquete que tenía que llevar a casa. Dos o tres vecinas se emocionaban al ver mis orejas y me pedía, le dijera a mi mamá, que por las noches me las pegara con cinta adhesiva para disimularlas.

Luego de escuchar las recomendaciones y consejos médicos para minimizar mi, desde ese entonces, radar y termostato corporal, tomaba mi bici y me despedía – ya no tan respetuosamente- de las integrantes de esa mini cámara de diputados vecinal.

La tiendita de la esquina tenía un par de vitrinas grandes que exhibían todos los dulces; dos refrigeradores con refrescos en botella de vidrio; detrás del mostrador, estantes llenos de latas y jabones; champú  Vanart en todas sus presentaciones; un exhibidor de Sabritas, otro más de Sonric´s  y, el más pletórico, de Marinela.

De esas tiendas, nunca más he visto. Esos lugares en donde todos nos conocíamos, nos encontrábamos y nos reconocíamos. Donde era importante pedir, solicitar, interactuar.

Hoy llegar a un lugar para comprar lo que antes tenían las tienditas es una experiencia gélida, silenciosa, antipersonal, aburrida y mamona.

Doña Lupita nunca me pidió redondear mi lana; jamás me ofreció tres gansitos caducos por 10 pesos y no me preguntaba sobre alguna recarga a mi teléfono.

30 años después, estoy en busca de un tiendita de la esquina para ponerme a platicar con el dueño o la empleada. entos en busca de doña Lupita para reconocerme y recordarme.

Quien sepa donde hay una tienda o qué se hizo de aquella señora como de 100 años que pausadamente contaba las 100 lunetas que compraban con una moneda de 100 pesos, espero su participación. Yo invito las papas y que nos llene el recuerdo.

Nos encontramos en la tiendita y en @gflores7.

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