LOBATO SIEMPRE.

LOBATO SIEMPRE.

 

Ese era el grito de un grupo de scouts que se juntaban todos los sábados en el Calvario de Toluca.

Una bola de vecinos míos formaba el grueso del contingente

sabatino que, a las 3:30 de la tarde salía de la colonia con uniforme medianamente bien planchado, unas botas mata víboras llenas de nudos gordianos, y un paleacate en el cuello, como si fueran a meserear a “La Parroquia” de Veracruz en la zona infantil.

Con cara de diputados que llegan a San Lázaro en bicla, mis cuates de la colonia partían orgullosos a su tarde scout.

Varias veces fui invitado a participar en la reunión pero la fiaca se apoderaba de mis instintos campistas y a pesar de las promesas que hacia, a la mera hora una enfermedad terrible azotaba mi cuerpecito – la enfermedad siempre era autodiagnosticada- y no asistía.

Una vez, ante la insistencia de la mamá de uno de mi vecinos -que creo que llevaba comisión por empadronar chamacos-, como vil “dealer” de Ciudad Juárez, fui levantado por la tropa loca y llevado a la infantil reunión.

Apenas llegamos al méndigo Calvario, un chaparrón casi parecido al que le cayó a Noé y compañía, nos recibió.

El líder de la manada de escuincles pareció no darse cuenta del tormentón que azotaba y, como si nada, comenzó con la reunión: las enseñanzas de nudos que ni él sabía como deshacer y la enseñanza primaria que consistía en no poner cara de aburridos aunque la “pachanguita” estuviera haciendo agua.

Una hora y media me reventé tratando de desatar un nudo que, aquí entre nos, me quedaba más rudo cuando lo hacía en mis tenis azules Panam; intentando levantar una casa de campaña con hules como los que dan en los estadios de a 20 pesos cuando llueve, y escuchando el origen del grupo basado en una manada de lobos (sin cuna y sin Catalina Creel), que era el origen de los que a esa tarde nos había tocado baño sin previo aviso.

Ese día la reunión terminó, metódicamente, a las seis de la tarde. Mi grupito de vecinos y su servilleta parecíamos agua de tamarindo mal hecha.

A las siete la noche yo traía un calenturón más infame que cualquier emoción provocada por una película de Sasha Montenegro. Las anginas tenían la forma de pelotas de golf y una tos infame aparecía en mi garganta lo que me impedía mentarle la venerable, a la mamá de mi ¿amigo?

Esa fue mi primera y única experiencia scout.

Me imagino que así será para la pequeña que fue grabada justo cuando una bola de mocosos haraganes, encabezados por la esposa de Agallón Mafafas, líder del Desierto de los Leones, la sentó, rodeó y mojó con aguas de distintos orígenes, presumiblemente como parte de un ritual para, me imagino, cuando la pequeña se dedicara a la lucha en lodo con bikini.

Indignante, doloroso, traumático, irresponsable, y muchos más calificativos merecen la acción de estos hijos del Mosh vestidos del soldado Harrison.

Son o no scouts, la acción no se justifica con o sin uniforme.

Algo estamos haciendo para que nadie en el grupo haya respondido, defendido, impedido; que se hubiera dolido con el sufrimiento de la pequeña.

Algo estamos haciendo, y muy mal, para que el dolor y el sufrimiento nos cause tanta hilaridad, diversión, gozo.

Yo, por lo pronto, de guey mando a mis hijos a un reunión de scouts, sea o no de esa denominación, el grupo videograbado.

“Lobato siempre, lo mejor”, gritaba el grupo de aquel sábado de sopa infantil al que fui.

“Lobato siempre”. Ya no. Hoy no. Esta vez no. Nunca así.

Nos encontramos en @gfloresa7

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