Qué falta nos haces Juan

Mi abuelo materno fue chofer de taxi en algún momento de su vida. Lo hacía cuando el desprestigio al gremio no alcazaba los niveles que hoy casi comparte con los políticos, diputados y policías.

Don Juan – el papá de mi mamá- cada mañana se subía a su taxi, previo chequeo de niveles, llantas e instalaciones limpias, para ruletear por la ciudad, cantando canciones de todo artista que hubiera grabado un casete.

Su colección alcanzaba niveles estrambóticos.

En una caja de zapatos que guardaba celosamente debajo del asiento del copiloto, la diversificación musical se hacía posible. Desde Pedro Infante y Antonio Aguilar, hasta Rigo Tovar (sigue siendo amor) o Los Bukis. La vena populachera de la familia, es parte del orgullo muégano- familiar que nos caracteriza-.

Eventualmente me encontraba a mi abue en alguna esquina o entrándole a las tortas de “El manito de la Jet”, que se especializaban en una salsa picosísima, que hacía las veces de caldillo de las albóndigas, y que ocupaban para remojar todo lo que uno se llevaba a la boca.

Varias veces he estado tentado a invitarle dos tortitas de esas al Peje para ver si se le desclochan las papilas gustativas y nos regala un mirífico silencio.

Encontrarlo ahí era chutarme – con salsa incluída- una “patita” de cerdo en fiambre sobre dos tortillas semicalientes que terminaban peor que el PRI en la elección pasada. Apenas alcanzaban a sostener, y a duras penas, una pata de puerco acompañada de harta cebolla y chiles curados.

La recompensa venía cuando me daba dinero pa´ que me regresara rapidito a la casa y buscara un Melox que era, para él, su bebida favorita después de la salvaje enchilada.

Cada tarde llegaba a comer y hablaba de las penas, los triunfos, las anécdotas o las historias que sus pasajeros le contaban.

Creo que cobraba por escuchar y no por el viaje.

Estoy seguro que aquellos que se subían a su taxi pagaban por el esmero, la atención y la sabiduría de mi abuelo, más que por la dejada.

Él me enseñó, entre muchas otras cosas, a cambiar llantas. Era, el cambio, condición de los jueves por las tardes, para que me llevara a la Arena Toluca, en Constituyentes, a ver las luchas.

La talacha me daba derecho a pararme entre cada lucha y ponerme unos marranazos en el ring.

Al final de la función, también tenía derecho a media hora de maromas y patadas voladoras que casi siempre conectaba a un moconete menor que yo que, mal parado, que recibía la filomena y desistía de inmediato de hacer carrera en el pancracio nacional.

A la salida, me compraba mi mascara y tomábamos camino a su casa.

Nunca subió pasaje mientras yo fui su copiloto.

Me decía que la gente no tenía por qué solicitar un servicio que le parecía incompleto si no podía expresar sus emociones, miedos o deseos con él, por pena al ver en el asiento delantero a un orejoncín de 12 años de edad.

Ante esto, nunca fui chalán o gritón.

Todo esto viene a cuento porque hoy se rebanan los sesos las autoridades tratando de encontrar fórmulas para hacer de los choferes del transporte, seres humanos, capaces, respetuosos y responsables.

Qué falta nos haces Juan. Apenas estudiaste la primaria. Mantuviste a tus hermanos, y luego a tus hijos.

Me llevaste mil veces a las luchas y me compraste cientos de máscaras. Me dabas para mis 100 lunetas que cada una costaba un peso de aquel entonces, y me enseñaste a escuchar.

Ojalá cuando llegue a donde estás, te pueda hacer la parada y contarte toda la falta que me (nos) haces en la vida y en la calle.

Nos encontramos en @gfloresa7.

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