No recuerdo su nombre, sólo su apodo: “El huevos de oro”.
Iría yo en segundo o tercero de primaria (el nombre de la escuela lo omitiré para que las conciencias de la buena doctrina no le echen la culpa de mi deformada formación), y justo en la banca de atrás, y con una cara de Óscar González, cuando se recetaba un “coyotito” en la curul, el “huevos de oro” seguía, mitad dormido, mitad más dormido, las lecciones escolares.
Era, en toda su extensión, un huevonazo de esos que te da gusto verlos huevonear.
No salía al recreo por flojera de levantarse de su banca, y a menos que la maestra le exigiera que dejara de calentar la nalga y ejercitara un poco su menguado cuerpo.
Estaba rapado porque, me confesó, evitaba así la insufrible actividad de ponerse jabón en el cabello a la hora del baño.
En los partidos del recreo, cuando llegaba a huevonear en ellos, se quedaba de delantero caza goles, pero se sentaba en uno de los palos de la portería contraria, para esperar le ofrecieran la bola e intentar chutarla.
Juntos jugamos en la liga infantil de beis. El “huevos de oro” era jardinero y su responsabilidad consistía en acostarse, agarrar su guante de almohada, y disfrutar del sol al estilo iguana guerrerense.
Hace un par de días lo recordé, justo cuando don Enrique “el granjero”, Peña, nos informó que en los próximos días, y a reserva de lo que dijera KFC o el Pollo Feliz, habíamos terminado por madrear a la gallina de los huevos de oro.
Los caldos de gallina no llegarían más a las mesas meshicas.
Qué fue primero, el huevo o la gallina? Me dicen, se preguntaban todos en el gabinetazo que tenemos.
En Gobernación mandaron decir que suprimirían del menú los huevos tibios ( ya llevaban todo el sexenio consumiéndolos).
En la Cancillería, y ante la llegada de Trump, querían iniciar la protección de los huevos Benedictinos (Amén).
En el PRI mexiquense, pidieron no más huevos revueltos.
En el Gobierno del estado, y ante la muerte de la gallina, retiraron la entrega de huevos ahogados.
Todo mundo entendió que era tiempo de olvidar los huevos. Ya no habría más. La gallina había sido aniquilada. Ni para caldo.
En la granja del tío Peña, jía, jía, jou, ya no habría gallina, ni gallos, ni pollitos.
Yo pensé inmediatamente en mi amigo el “huevos de oro”, quizá él pudiera ser la salvación de nuestro debacle blanqueciano.
Ando buscando al “huevos de oro”; quizá el tenga una reserva, un guardadito.
Quizá su mamá sea una gallina que pone huevos de oro y eso nos ayude ante el terrible y avícola panorama.
Si usted –lectora, lector querido- lo ve, despiértelo de inmediato, y dígale que al país le hacen falta huevos, muchos huevos.
Nos encontramos en @gfloresa7.