Tengo tres perros – ahora lo políticamente correcto es llamarlos animales de compañía-. Con ellos pruebo mi tolerancia, respeto, amor, ira (ira, ira, ya vistes) y todas las emociones y estados de ánimo que alguien puede vivir cuando tiene una mascota.
Bolo fue el primero en llegar a la manada agrarista que encabezo.
Lo vendían, junto con sus hermanos, en una grosera cantidad de mil pesos (quien vende un perrito, y hace negocio con él, está condenado a que su alma se revuelque en el cochinísimo infierno, junto con el alma de Agustín Carstens, en la zona de sanitarios).
En aquel día, yo caminaba con las dos frutitas de mi vientre, que ya para ese entonces apuntaban directo para ser las próximas representantes sindicales del gremio docente de Oaxaca. Pato ( mi sonrisa permanente), se enamoró de inmediato de Bolo, y la muy gandalla de la vendedora, al ver el caprichoso llanto de la moconeta, se negó a inaugurar, ahí mismo, una venta nocturna y aplicar un descuento digno. Nos bajó 50 pesos y ni un centavo más.
Yo, todo un comprador fayuquero, me negué a adquirir al peludo. Dispuestísimo a no llevármelo, Bolo se acercó a mi, puso cara de Paquita la del Barrio y, con sus ojos me pidió asilo. Lo compré.
Todos los días celebro mi adquisición, y él corresponde con lealtad, amor, paciencia y dicha. Le agradezco siempre la forma en la que me ha educado.
En su mirada siempre encuentro el motivo perfecto que justifica que todos somos iguales, todos – incluyéndote a ti, Emir Garduño-.
Las otras dos integrantes del grupo canino del perreo son Tuna y Aceituna.
Dos hembras abandonadas en plena avenida a las pocas semanas de nacidas que se encontraron con el corazón de Chole (gerenta de la actual administración), y comenzaron a vivir en el grupo.
Todas las mañana salimos los cuatro, y nuestras respectivas bolsitas, a caminar la vida.
Me imagino que cada uno avanza con sus propios pensamientos.
Bolo: “Qué méndiga comezón traigo. Tendré pulgas o son mis nervios?”
Tuna: “Cómo a cuánto andará el kilo de retazo con hueso? Un entomatado para este frío estaría rebueno”.
Aceituna: “¿Sí fui yo quién bajó la toalla del tendedero o fue mi hermana? Se me hace que por esta sí me echan a la perrera”.
Yo: “Pues qué comen estos tres. Ya se me están acabando las bolsitas, y me acabo de embarrar los dedos”.
Al pasar por una casa, a lo alto, un perro ladra al vernos. Todos los días con todas su noches, viven en aquella azotea.
Su mundo se reduce a un espacio de dos por dos y una pendiente de cuatro metros.
Cuando nos ladra, los cuatro nos volteamos a ver y pensamos juntos: “ Qué sentido tuvo que alguien lo adquiriera, si ya lo ha olvidado”.
El perro nos ve, suspira y vuelve a ladrar en la azotea.
Ojalá su dueño duerma con él, juegue con él y viva con él en la azotea, de otra manera hay un animal más en la casa, y aún no recibe educación.
Los cuatro, tristes, seguimos caminando.
Nos encontramos en @gfloresa7