El cácaro, persona que proyecta películas en el cine, ha evolucionado con el paso de los años y, lamentablemente en la actualidad, ha dejado de ser una labor de vida para convertirse en un simple empleo.
Lo anterior, de acuerdo con el escritor y doctor en filosofía, Francisco de León, quien gracias a la labor de su padre, Roberto de León como cácaro (oficio que comenzó a desempeñar en la época de los años 50), fue que aprendió y se enamoró de la cinematografía.
«El oficio tiene eso, que es una labor de vida y ahorita más bien tenemos empleos, te empleas para hacer algo, para trabajar en un cine, para conducir un vehículo, para lo que sea, pero ya no hay gente que tenga ese oficio, esa forma vital de hacer las cosas y eso yo creo que se extraña profundamente.
«Ir al cine era mágico, la primera vez que fui tenía cuatro años y creía que la chica iba aparecer detrás del cine, cuando vi que no, mi padre me explicó y entendí el tipo de trabajo. Además, yo me atascaba de dulces por cinco pesitos y, mi padre, hasta sus últimos años, podía hablar de cine clásico con cualquiera», dijo De León.
Y es que hace varias décadas, ver una película era toda una experiencia, la visita a un cine era como asistir a un templo, en tanto que la labor de los cácaros era bien reconocida y remunerada, algo que no sucede en la actualidad.
«Lo que lamento de las condiciones del cine contemporáneo, es que ya no existen salas cinematográficas, antes, acudir al cine era como ir a un templo, yo detesto tener que ir a un centro comercial para presenciar una película, me resulta odioso», confesó el escritor a Notimex.
«Siendo visitante frecuente del cine, muchas veces me toca hablar con los jóvenes que son empleados en las salas y, a la mayor parte de ellos les da igual su trabajo, dicen: ‘un mes me van a tener en proyección, al mes siguiente en dulcería’, alguno ya se convirtió en gerente, otro está en caja, ya no hay siquiera esa estabilidad.
«Se tienen que capacitar, evidentemente, para manejar los proyectores digitales, pero las nuevas formas de proyección son tan distintas que en realidad tampoco requieren una capacitación tan amplia. El cácaro, poseía un conocimiento extenso de lo que era colocar una película y de hecho, se involucraban de tal forma que llegaban a amar el cine».
«Cinema Paradiso», cinta italiana de Giuseppe Tornatore que se estrenó en 1988, es el claro ejemplo de ello. Cuenta la historia de «Alfredo», proyeccionista del cine que había en un pueblo de Sicilia, y mentor de «Totó», quien se convirtió en un director de cine exitoso.
«Salvatore» (Totó) regresa a su pueblo natal al enterarse de la muerte de su viejo amigo «Alfredo», de quien se volvió inseparable, ya que en su infancia lo único que lo hacía feliz y la única cosa que quería hacer era ver y vivir de las películas, sueño que hizo realidad.
Para el profesor De León, su padre se convirtió en su «Alfredo». «Él era muy abierto, de los seis hijos que tuvo con mi madre, yo fui a quien más le atrajo el cine. De su labor nació mi amor por el Séptimo Arte».
«El horario de un cácaro variaba mucho, mi padre llegó a tener dos turnos. Llegaba a los cines alrededor de las 14:00 horas y ahí estaba prácticamente hasta las 9 o 10 de la noche.
Aunque nunca supo con exactitud cuánto ganaba, el salario de su padre no era tan bajo, pero tampoco muy alto. «Recordemos que las condiciones de vida eran muy distintas a las de la actualidad, yo le calculo que habrá sido un equivalente a hoy en día, unos 10 o 15 mil pesos, haciendo la proporción de más o menos lo que podías comprar y sostener familiarmente hablando con ese sueldo», señaló.
Don Roberto de León comenzó siendo dulcero en los años 40, una década después ya era proyeccionista, aunque nunca descuidó a los dulceros, sobre todo porque se convirtió en miembro de sindicato, «incluso, ya al final de su labor, antes de jubilarse, era uno de los líderes sindicales de Dulceros y Proyeccionistas».
Francisco recuerda con exactitud cada una de las labores que hacía su padre. «Se encargaba de manejar la bodega, lugar en el que se guardaban todas la películas, poca gente sabe que en esa época, muchas de esas películas llegaban en préstamo, no se quedaban en el cine, quien compraba en ese entonces sólo era la Cineteca Nacional o la Filmoteca de la UNAM, lugares por el estilo, pero muchas de esas películas, aunque no todas, venían en préstamo.
«Los cácaros tenían que devolverlas a las distribuidoras una vez que terminara el tiempo en cartelera de la película, entonces, el proyeccionista primeramente manejaba la bodega, debían tener en orden las películas.
«Su mayor responsabilidad era poner la película, apagar las luces y echar a andar la función, lo cual obviamente representaba muchísimas cosas, porque no era como hoy en día lo conocemos, en ese entonces, era ahí donde comenzaba la verdadera y mágica parte del trabajo porque cada función, pese a lo que uno podría llegar a pensar, era diferente. También debía controlar los carretes», explicó.
Recuerda con cariño aquellas cosas que vio hacer a su padre aunque las visitas fueran pocas, puesto que Don Roberto era respetuoso y cauteloso de su trabajo, además de que hubo un tiempo en que el material de las películas era sumamente flamable.
«Como sus hijos, nos dejaba entrar a la sala de proyección, tampoco era que fuera muy constante, justamente porque él temía un poco que estuviéramos ahí a la hora de un accidente o algo por el estilo».
«Llegó ese primer celuloide que era muy flamable, recuerdo una escena de mi padre saliendo con el brazo en llamas. Solamente una vez me tocó verlo, no sé si antes le pasaría otro accidente», señaló.
«Afortunadamente aquella vez no fue tan serio, lo controló bastante bien, llevaba un saco y fue el que se quemó, entonces, comenzó a golpearse creo que con un trapo o algo así para apagar el fuego y nos explicó que se había quemado parte de la película y le había saltado la flama pero que afortunadamente no pasó a mayores», platicó De León.
Película con película, el cácaro debía mostrar sus aptitudes, «era gente que tenía que ser muy hábil en ese sentido, tenía que controlar también muy bien la máquina de proyección porque era riesgosa».
«La película de 35 y/o 16 milímetros estaba sujeta a un montón de variables que podían afectar a la hora de la proyección, entonces, ellos debían estar preparados para todo tipo de situaciones», justamente, las circunstancias fueron las que engrandecieron a algunos proyeccionistas, como es el caso de «El Diablo».
«Al más famoso de los proyeccionistas de la época en que mi padre comenzó a trabajar, le apodaban ‘El Diablo’, porque era amo y señor de los infiernos. Dicen que era lo máximo para controlar los proyectores, las temperaturas, entre otras actividades».
Si bien, esa precisión y control los ayudaba a evitar accidentes físicos, algunas fallas podían verse durante la proyección. «Recordemos que en esos días, incluso cuando estaba una película, podíamos ver en la pantalla cómo aparecían las llamadas quemaduras de cigarrillo o el pelito que se veía bailando también eran accidentes muy comunes a la hora de estar proyectando».
«Evidentemente las condiciones físicas del proyector no estaban tan protegidas, y mucho menos como hoy en día que son digitales. Prácticamente ha perdido ese sentido».
En esa época, era muy común que cada proyeccionista tuviera su apodo, el de su padre fue «El Padrino» -porque les ayudó a entrar al sindicato en su momento-, pero todos compartían el de cácaro, término que es objeto de varias leyendas.
«Hay varias versiones, a mí la que más me gusta de las que él contaba, porque además no era el único que la contaba, había otro proyeccionista que aprecié muchísimo, Don Antonio Sánchez, y decían que en realidad, cácaro era un sinónimo de ladrón».
«La costumbre, venía porque de repente a los proyeccionistas les daba por irse temprano, insisto, recordemos que los medios de distribución del cine eran muy distintos a los de hoy en día, no había video, por lo tanto, la única posibilidad que tenía una persona de ver más de una vez la película (ahorita con DVD, Netflix, uno las puede ver fácilmente, desde que apareció el Beta), era ir a la sala».
«Ocurría que alguien veía la película y estaba esperando una escena y esta nunca aparecía, faltaba, y era porque el proyeccionista, para que la película acabara antes, tenía una técnica para sacar la película y cortar un par de los extremos y volverla a poner, todo mientras estaba corriendo. No necesitaba detenerla, entonces, cuando la gente lo notaba era cuando le gritaban ‘¡cácaro!’ que era como ‘ladrón, devuélvenos el pedazo de película que nos falta!'».
Como era de esperar, con el paso del tiempo, esa palabra se volvió ofensiva e incómoda para los proyeccionistas más jóvenes; sin embargo, De León recuerda con una sonrisa el apodo, que durante tantos años llevó su padre.
Fuente: El Sol de Toluca