Justo en el Día Mundial sin Automóvil, acá su escribidor tuvo a bien interponerse en el camino de reversa de un autobús de pasajeros.
Ya le había puesto gasolina a mi unidad (cada que le cargo combustible al Air Flores One, recuerdo con melancolía la promesa copetuda de no más aumento a la gasolina. Te lo firmo y te lo cumplo. Mocos tenía la difunta y pensaban que era catarro).
Salía de la gasolinería con el tanque lleno y la cartera semivacía, cuando un honorable, guapo, güero, alto, ojo verde, educado, solícito, afable y sonriente chofer de una línea de autobuses, maniobraba de ágil e inteligente manera de reversa, confiado en su radar mental, y desdeñando los retrovisores que en el mundo choferil, se asegura, no sirven para nada, cuando en pleno proceso me le aparecí en el camino.
Todo comenzó a las siete de la mañana, y el día ya pintaba medio espeluznante.
El jovenazo se bajó y, claro, lo primero que hizo fue preguntar si yo estaba bien. Si el arrimón no me había causado ningún daño; si quería que llamara a los cuerpos de emergencia para una revisión de rutina a la que estaban obligados los choferes a solicitar ante este tipo de eventos.
Luego de asegurarse que yo estaba bien, y todas las partes de mi cuerpo en su lugar, me dijo que no me preocupara, que estaba consiente del error, aunque yo había salido de la gasolinera en sentido contrario, por uno de los despachadores, lo que a ambos nos hacía culpables del accidente.
Sacó su bonito teléfono celular, y mientras marcaba a su compañía me decía que no me preocupara, que todo lo solucionarían las empresas aseguradoras contratadas por las partes para evitar conflictos.
Minutos después, nuestras empresas aseguradoras – que llegaron de manera inmediata y solícita- establecieron un acuerdo que respetaba los errores de ambos y hacían valer su compromiso de generar, en medio del suceso, un escenario de paz y certeza para sus clientes.
Fue en ese momento cuando caí en la cuenta que todo lo había imaginado. Fue el chofer de la “unidad”, que me sacó de mi quimera, cuando luego de darme el fregadazo, comenzó a gritar que si no había visto que se estaba echando de reversa.
Me quiero morir en Houston gritando leperadas.
Por un momento el choferín casi me hace creer que desde la mañana, apenas abriendo los ojos, me principal objetivo era fastidiarle el día y hacerle perder la cuenta de la mañana.
El muy móndrigo me acusó hasta de ser acarreado al Grito de Peña y encabezar la marcha a favor de la familia (priista).
Fue tan bueno su argumento que le pedí me dejara trabajar con él en las próximas semanas, y ser su ayudante gritón, y chuleador de señoras o arriero urbano (pásele pa´tras, hay lugares).
No quiso.
Pese a su perorata muy bien estrcturada, con tonos gramaticales casi cervantinos y su muy bonito acento de la parte norte del barrio tepiteño, no me convenció de que yo era el culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos.
Mi auto ya duerme en el taller; yo confío en la palabra del dueño de la línea de una solución pronta.
Acá su viene- viene mudo se apresta a andar a patín.
Si eso quería enseñarme Dios en pleno día contra el uso del automóvil, no era necesario el chingadazo, la regañada y el sueño guajiro.
“Deveras, deveritas”, no choqué, me chocaron.
Nos encontramos en @gfloresa7.