Soy lampiño, lampiño, lampiño y lo que le sigue.
De niño me atormentaba no tener pelo por ningún lado.
Mientras mis amigos, ya pubertos, mostraban con ejemplar emoción sus primeros pelos en el labio superior, yo me untaba Ma Evans en el mismo labio, en sesiones de tres horas durante la madrugada, para ver brotar algún pelambre que me hiciera alcanzar la estatura de jovenzuelo.
La alopecia facial era parte de mi condición azteca que no alcanzaba a aceptar.
Apenas salían una púas espantosas, comenzaba la operación rastrillo, que consistía en arrastrarlo varias veces de abajo hacia arriba, en la zona semidesértica de la cara para, decían algunos expertos, calentar la piel y que saliera más vello.
A mi me salían una especie de jiotes verduzcos y una irritación proverbial, que me mantenía con el hocico hinchado durante cuatro días, y mi labio superior en una perfecta imitación de trasero de mandril de Zacango.
Lo único que me alegraba era cuando, el 15 de septiembre, compraba toda clase de barbas, bigotes y mostachos que en el mejor de los casos traían una que otra liendre que se quedaba a vivir en mi cuero cabelludo.
Andar por las calles de manera justificada, con una barba estilo Fernández de Ceballos, después de ser rescatado de sus secuestradores, y permanecer sin su afeitada matutina durante seis meses, me hacía sentir casi en edad de merecer.
Con ligas, “masquin”, Prit y en una ocasión con unos ganchos espantosísimos que se introducían por la nariz y ya adentro se apretaban hacia el tabique nasal para mantener el bigote, llenaba de pelo mi cara.
Por alguna razón que escapa de la elemental historia de la Independencia, los mercaderes de la fecha nos venden bigotes y barbas, cuando la mayoría de los ciudadanos inmiscuidos en esta bárbara lucha, eran tan o más pelones que yo, de la frente para bajo.
Para mi, es el momento oportuno para ponerme unos bigotes marca Emiliano Zapata, y gozar de la popularidad que da estar a un paso de ser hombre lobo.
Ya casi tengo todo para el festejo del Grito, incluido mi bigotazo.
He invitado a varios personajes a una noche mexicana que incluya pizza de chorizo con papas, hamburguesa de chile relleno capeado y relleno de queso panela y harto Sprite.
Que cada quien grite lo que se le pegue la gana, es la consigna de la pachanga.
Por decenas de años no han recomendado que en El Grito, los mexicanos la hagamos del Pípila (un mito), y nos agachemos con nuestra piedrota y sacrifiquemos el físico; esto, mientras los poderosos, desde el balcón, con una mano le agarran la nalga a su señora y con la otra tocan la campana que los hace parecer “Cuasimodos” chichimecas.
Ya estuvo suave. Que cada quien tire su losa pipilesca y se disponga a gritar, que es o debe ser, una condición ciudadana constante, y una forma de comunicación ante la autoridad sorda o aturdida por tanto desmameye oficial.
El 15 de septiembre, también, cumplen años de casados mis papás que se sintieron muy patriotas, pensaron que nadie iría a su fiesta y así se ahorrarían la crema de champiñones, y resulta que media Plaza de los Mártires llegó a la pachanga convertida, para esa hora, en baile típico regional de Amalia Hernández.
Yo tengo mucho por qué gritar.
Por Biny y su nueva condición de fabricante de ángeles; por las cuatro frutitas de mi vientre que son orgullosas integrantes huehuenches; por mis papás y hermana que son roca firme; por la lideresa del Cártel del Romerito que se me anda quedando en el camino pero se niega a dejar este México tan adolorido (dejen que se entere del nuevo puesto de Luis Miranda y a ver si no nos hace la grosería), y por todos mis primos, tíos y amigos que en estos días me han tendido su corazón.
Que viva México, hijos de la independencia, y con él una nueva forma de ser mexicanos.
¿Nos echamos un pambazo?
Nos encontramos en @gfloresa7