Frijoles Saltarines

 

Hace una semana, acá su contribuyente mexica, tuvo que ir por cuestiones de trabajo a Guadalajara.

Me gusta, siempre, la disposición armoniosa de los tapatíos para recibir – de buena, mediana a mala gana- a quienes llegamos a visitarlos.

Mi equipaje consistía, solamente, en mi portafolios, unos kleenexs, dos bolsitas de dulces de tamarindo enchilado y como 20 cargadores para todos mis aparatos ( y eso que aún no llego a bombita).

En el avión, que era como un Colón Nacional a las tres de la tarde, me retacaron dos vasos de café Punta del Cielo (obvio), y dos barras de granola mucho menos nutritivas que las carnazas sabor pollo rostizado que se meriendan mis tres reyes vagos – Bolo, Tuna y Aceituna-.

Llegué a Guadalajara a las siete de la mañana. Tuve junta a las ocho; salí de ésta a la una de la tarde y tenía siete gloriosas horas para desatarme el pelo en plena perla de occidente y descubrir por qué el ex cardenal Sandoval y Las Chivas siguen en un plan tan incómodo para el país.

A las dos de la tarde me fui a echar unas carnes en su jugo, que ponen locos a los tapatíos y llenan las barrigas de miles de visitantes.

Una de las novedades del restaurante Garibaldi, al que acudí, es que tiene un récord mundial en servicio.

En cuanto te sientas te traen la botana. Apenas terminas de ordenar y ya está en la mesa tu plato; vas a pedir el postre y ya te trajeron la cuenta y cuando pides tu auto al acomodador, ya lo llevó a tu casa.

Una de las especialidades son los frijoles con maíz. Todos los piden, todos.

Por supuesto que hay frijoles en lata, en bolsa, en palanqueta, en vasito y hasta en periódico para llevar.

Me traje como 30 bolsas; unas para consumo en la patria chica y otros para presumir que había ido a Guadalajara.

La compra implicó que tuviera que comprar un maletita y documentarla, junto con los frijolitos, en mi viaje de regreso.

A las siete de la noche, mis frijoles y yo esperábamos, respetuosos, nuestro vuelo de regreso.

El viajecito fue una infame sonata de ruidos y rumores.

Aeroméxico refrenda en cada vuelo, que lo suyo lo suyo es el transporte de carga.

A su mini avión, que parece maxi combi, sólo le faltaba el pasamanos.

Todos veníamos apretaditos, apretaditos, apretaditos, cual cuerpo de María Victoria en plenos cincuentas.

A mi lado, un señor de unos 70 años, no dejo de cascabelear su dentadura postiza. Todo el vuelo durmió, y en todo el vuelo se le caían, subían, movían, desajustaban y bailaban los dientes, y todo en su boca.

Detrás de mí, un hombre de unos cuarenta años, libraba una salvaje lucha con un aguado moco que, como vil yoyo, serpenteaba de su nariz a su boca. La primera hacía esfuerzos sobrehumanos por regresarlo a su hábitat y la otra soplaba para cumplir el objetivo.

En la fila de adelante, un enanete de unos 5 años, nos dio a conocer su condición futura de cantante de ópera y berreó todo el vuelo.

Una hora después, esperaba mis frijoles en la última banda del aeropuerto con la firme intención de regresar a mis acompañantes por la misma banda y hacia un vuelo con destino a Venezuela.

Los frijoles llegaron. En mi casa que es, siempre, tu casa presumí mis productos, regalé algunos y disfruté del regreso.

Hace unos días, en plena Comer, movido por un instinto deambulante, llegué al pasillo de enlatados y… ahí, en primera fila, listos para servirse, directos de las Karnes Garibaldi, los infames frijoles en todas sus presentaciones.

Cada día, me queda claro, estamos, todos, más unidos, más cercanos y pese a ello, con más silencios entre nosotros como ciudadanos.

Ya compré otras bolsitas de frijoles para regalar y para hacer cuando la ocasión lo amerite.

Al verlos, extraño al abuelito dientes flojos, al mocosuelto y al Juanito Farías de la fila de adelante.

Los frijoles saltarines ya están aquí.

Pásele, pásele en totopos o en tostadas; además, ya te ahorran el viajecito, las barras multigranola y el concierto aéreo.

¿Me pasan una tortillita?

 

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